Decidir y optar son las cosas más difíciles de la vida. No por el hecho en sí, que dura un segundo, sino por las reflexiones que lo preceden y los temores que lo siguen.
Cuando en la Facultad de Derecho nuestro catedrático de Derecho Administrativo nos explicó que existe una regulación para el silencio administrativo, yo sonreí. Pensé que menuda tontería… hasta que caí en las consecuencias. Es una defensa de los derechos del administrado ante la indecisión de la Administración. No se puede recurrir algo que no se ha decidido, pero si a ese silencio se le da un valor decisorio pasado un plazo ya es otra cosa. A recurrir o a seguir con el objeto de la solicitud.
Algo muy parecido ocurre en la empresa. Resulta mucho más fácil callar que contestar las preguntas que queremos evitar. Bueno, realmente lo que queremos evitar es la respuesta, como dicen los periodistas: no hay preguntas indiscretas sino respuestas indiscretas. Así que antes de meterme en jardines mejor no tomar decisiones, que ya escampará.
Pues no, lo más probable es que no escampe. Es más: cuanto más peliagudo el tema a decidir, más se enquistará y agravará a medida que pase el tiempo sin tomar decisiones. Los asuntos realmente importantes merecen una respuesta. Merecen un sí, o un no, o al menos un “déjame pensarlo un poco”. Pero nunca callar. Porque callar es una forma de despreciar al que pregunta, ya que evidentemente es importante para esa persona saber la respuesta. Si no lo fuera, no preguntaría.
Cuando en mi empresa recibimos candidaturas espontáneas de profesionales buscando trabajo, procuramos contestar a todas. Entendemos que quien nos escribe lo hace porque busca algo importante como es el desarrollo profesional, y creemos que sobre todo en tiempos de crisis hay que dar su sitio a las personas y al menos contestarlas.
Profesionalmente me molesta el que no se conteste con cierta claridad. Hacer una oferta y que la respuesta sea el silencio es algo que me dice mucho del destinatario, y nada bueno. Prefiero mil veces que me digan educadamente que no por la razón que sea. No pasa nada, tan amigos. Ya sé que esa empresa valora el esfuerzo ajeno, y hablaré bien de ella y la tendré en cuenta. Entiendo que es un mínimo de educación entre profesionales.
¿Y por qué es más cómodo callar? Pues porque así somos las personas. Inseguras y temerosas de las consecuencias de nuestros actos. “Si no actúo, no decido y por tanto no habrá consecuencias”, es lo que uno piensa. Lo mismo le pasa al avestruz que esconde la cabeza ante el león que se acerca… antes de ser devorada por quedarse quieta.
Ante la duda, un consejo: decir que no. ¿Por qué? Pues porque como siempre recuerdo, el SI es comprometedor y el NO es liberador. Tener esta idea presente a la hora de decidir hará más fácil el proceso. Resolverá una situación personal (hay que decidir algo) y deja al interlocutor con libertad para modificar o no seguir con la propuesta ahora que sabe lo que pensamos.
Esta técnica vale para casi cualquier contexto. Desde el matrimonio –si hay que pensar y pensar sobre la idoneidad de una persona como pareja es que no es idónea- hasta si quiero carne o pescado para comer. Entiendo que esta idea está muy simplificada, pero la solución más sencilla suele ser la buena: una variante de la probadísima navaja de Ockham sobre las explicaciones. La más sencilla suele ser la correcta.
El hecho de vivir en un mundo que cada día ofrece más opciones para todo refuerza la necesidad de volver a lo sencillo. Para poder enfrentarse a él creo que en los colegios deberían enseñar la teoría de la toma de decisiones. Hace poco pude impartir un taller sobre este asunto, y nos lo pasamos bien aplicando las distintas técnicas a situaciones tanto del día a día como de más alcance nacional o global. Vimos lo útil que es disponer de herramientas que nos ayuden a decidir, a ser posible bien.
Así que te lo voy a poner fácil: ¿te ha gustado el artículo?
- ¿No? Olvídalo rápidamente.
- ¿Sí? Aplícalo en tu próxima decisión, y compártelo con tus amigos.
Imagen: Scott Ableman
Sé el primero en comentar