En el fondo las personas no hemos evolucionado tanto en estos siglos. Sí, vestimos mejor, olemos mejor, comemos mejor, disfrutamos de mejor salud. Pero hay cosas de fondo que nuestros antepasados de Neanderthal seguro que también tenían.
Me refiero a esa natural tendencia de pensar creyendo que nos damos cuenta de todos los ángulos y convencernos de que nuestra opinión es la única válida. O la más razonable. O la menos mala, ya puestos.
Cuando nos llegan informaciones que contradicen esa opinión ya formada simplemente las desechamos. Ni las consideramos, ya que no están alineadas con esas otras informaciones y emociones que han determinado nuestra opinión sobre un asunto. Y que marcan las decisiones futuras.
En muchos sitios, empezando por los colegios, deberían estudiarse lo que se llaman sesgos cognitivos. ¿Qué son? Son una desviación de nuestro proceso de razonamiento que nos lleva a conclusiones ilógicas, distorsiones y errores de pensamiento. Suponen atajos mentales para ahorrar esfuerzo de análisis y que permiten al cerebro procesar toda la información que nos llega continuamente. ES ALGO NATURAL QUE TODOS TENEMOS. El truco está en ser razonablemente conscientes de ello.
Hay más de 50. Para este artículo destacaremos tres de ellos por pertinentes. El sesgo de anclaje es el primero que nos afecta: nos llega una información determinada y está tan bien “empaquetada”, o se adecua perfectamente a nuestro estado de ánimo de ese momento, que en cierto modo inaugura nuestra opinión sobre ese tema. Ya hemos quedado configurados para futuras informaciones que, en la mayoría de los casos e independientemente de su valor, para nosotros serán irrelevantes.
El sesgo de confirmación es ese que nos hace aceptar rápidamente las ideas parecidas y desechar o estar ciegos a las demás, y nos afecta tras tener una primera idea fijamente marcada. La crítica viene de la capacidad de identificar y entender datos que se contradicen entre ellos, valorarlos con la mayor equidistancia posible, y decidir luego a cuáles damos más credibilidad.
Finalmente, el sesgo del falso consenso remata la faena al hacernos creer que nuestras ideas son mucho -pero que mucho- más aceptadas y populares de lo que en realidad son. Damos por supuesto que porque a nosotros nos encante la horchata a muchísima otra gente también. En este sentido, el consumo de redes sociales muy cercanas a nuestra forma de pensar aumenta esta percepción de popularidad y aceptación casi universal salvo entre los detractores reconocidos, a los que tachamos de cerrados y cortos de entendederas cuando no de otras cosas más extremistas.
Esta incapacidad de contrastar nuestras opiniones y los datos que las fundamentan (cuando los haya) nos lleva a pensar dentro de una burbuja. Separados de lo que pasa fuera de ella, alejados de las personas que piensan distinto (=están en otra burbuja), ignorando o despreciando informaciones de otras fuentes por demasiado divergentes con las nuestras.
Todos tendemos a juntarnos con personas e ideas de nuestra tribu. Cuidado con esta endogamia mental: tanto relacionarnos con los semejantes puede dar lugar a consecuencias bien feas. La evidente dificultad de cada vez más personas de mantener una conversación civilizada, sin autoritarismos ni supremacismos ideológicos, está haciendo estragos en sociedades paradójicamente hiperconectadas.
Y el principal problema podemos tenerlo cuando la realidad de las cosas pinche nuestra burbuja mental y veamos que hay más mundo ahí fuera.
Imagen: Wikimedia / NASA
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